En la noche del 1 al 2 de
enero de 1892 Guy de Maupassant intenta suicidarse. Unos pocos días antes le
escribe a su amigo Henri Cazalis, médico y escritor, una carta que tiene a
todas luces un claro tono de despedida. En ella le cuenta que se siente perdido,
instalado en la agonía, loco. Habla de la muerte inminente. Mariane Bury,
especialista en la obra de Maupassant, califica de patéticas tales líneas. Pero
sin duda el estado mental y anímico del autor tiende a ello, muestra bien a las
claras todo lo lúgubre e infausto que ha llegado a sentir en su vida.
Nunca fue la alegría de
la huerta, todo hay que decirlo, le domina siempre una visión funesta de la
realidad, es pesimista, le vence el fatalismo. No en vano una de sus
experiencias de juventud tuvo que ver con las consecuencias de la guerra. Vive
en París, Francia se enfrenta en los campos de batalla con Prusia y los combates
comienzan a ser sangrientos. No tendrán desde luego el grado de crueldad de la
Gran Guerra, cuarenta y cuatro años después, pero se apuntan maneras. Asistir a
la guerra con veinte años marca al joven Guy, es evidente, más cuando se tiene
una mirada observadora y atenta, se es además sensible, se apreciará en sus
muchos artículos en la prensa francesa, crónicas mordaces de la vida literaria
o del mundo que le rodea, en algunas ocasiones con cierta tendencia a un
canibalismo inteligente, canibalismo elevado a las bellas artes, según Andrés
Barba. Sus artículos, muchos de ellos sardónicos, no ocultan en ocasiones cierta
negatividad que se mostrará de un modo más claro en no pocos de sus relatos,
aquellos con claros toques de terror, de angustia, de razón que a todas luces
naufraga y desemboca en la sinrazón, fruto todo ello de una enorme sensibilidad.
No es el único escritor
que refleja en sus textos todo ese desasosiego. En Francia están Barbey d´Aurevilly,
Villiers de l´Isle-Adam o Catulle Mendés, que comparten con él esa voluntad de
ir más allá de lo evidente, de confrontarse a todo el horror de la realidad.
Baudelaire, por su parte, ha traducido a Edgar Allan Poe. El escritor alemán E.T.A.
Hoffman, que escribe en pleno salto del siglo XVIII al XIX es también de sobras
conocido en Francia. Lo fantástico y el misterio, el terror y lo lúgubre
parecen más elementos propios del romanticismo, Maupassant vive no obstante en
plena época de realismo y naturalismo. Su gran maestro es Gustave Flaubert. Se
relaciona, entre otros, con Balzac y Zola. Recorre Paris y charla de literatura
con su gran amigo Turgueniev, que le traducirá al ruso. Lo real es la materia
prima de la literatura.
Además, estamos en un
momento de vigencia del paradigma del progreso. La revolución industrial ha dado
todo el poder económico, social y político a la burguesía, entusiasmada por un
modelo de vida cada vez más lustroso, los burgueses gustan de la vida de postín
en los cafés, en los teatros, en la ópera, Bretaña o Biarritz son ya los destinos
preferidos para el ocio y el descanso, se idealiza de un modo ridículo la
naturaleza, lo exótico impresiona a los ciudadanos, deseosos de nuevas
sensaciones. Paris deviene uno de los faros del mundo. Pero esa burguesía no es
la única en esperar un mundo más brillante y propicio, los revolucionarios
también confían en que el mundo va camino a la prosperidad, al progreso y a la
justicia social, sólo se necesita la transformación social.
¿Por qué entonces ese
fatalismo de Maupassant, esa mirada de terror y de cruel fantasía?
Ni siquiera busca en la
descripción de lo lóbrego la vía emancipadora de los de abajo. El suyo es la
pesadilla ante una realidad que no oculta lo siniestro tras las cortinas rojas
de los salones burgueses. Sus personajes, los patronos y los rentistas, los funcionarios
y los lacayos que aparecen en sus relatos y novelas no dejan de sentir el
desasosiego ante un mundo que nunca es lo que parece y tampoco acaban de
creerse que la vida vaya a ser algún día mucho mejor, más bien al contrario.
Coincide, sin saber hasta
qué punto es un factor que explica esa mirada desasosegante, la crisis de
ciertos valores, como los religiosos. Se anuncia la muerte de Dios y resulta
evidente que las tradiciones cristianas son a menudo meras referencias
simbólicas, los oficios religiosos del domingo devienen un acto social más.
Surge al mismo tiempo el espiritismo, actividad además en boga, y teosofías
varias que responden más a una banalización de la teología. «Cuando se deja de creer en Dios enseguida se
cree en cualquier cosa». Se atribuye a Chesterton esta afirmación
Parecen contener, en
definitiva, los textos de Maupassant las pesadillas venideras, las de un siglo
XX que ve destrozadas definitivamente las utopías, convertidas en tiranías a
golpe de represión y frustración, posibilismo lo llamará alguno, un infierno en
la tierra en vez del paraíso esperado, el progreso acaba diluido en una vana
esperanza, como mínimo, de mantener el mundo conocido, o mejor dicho de
conservar los privilegios alcanzados por unos pocos frente a las masas de los
desposeídos.
El siglo XXI no es mucho
mejor. La crueldad del mundo y de la guerra sigue latente, como si de nada hubiera
servido lo ocurrido en el siglo pasado. Los cuentos de Maupassant nos vuelven a
perturbar, nos recuerdan el vacío latente y cotidiano.
Guy de Maupassant morirá
año y medio después de su intento de suicidio. Desde entonces está internado en
la casa de salud del doctor Blanche. Qué simbólico el apellido del doctor, como
si se refiriera a la luz blanquecina y malsana del mundo, la que hay en los
hospitales y las residencias sanitarias. Sigue sintiendo el escritor que la
razón se le escapa, que se resquebraja su estado de ánimo y la conciencia es
fuente de pesadumbre y dolor.
Sería bonito pensar que
tal vez se acordase entonces de aquel inglés algo enclenque al que salvó de
morir ahogado en las aguas normandas y que resultó ser el poeta decadente
Allgernon Swinburne, uno de esos autores que en público tanto escandalizó a los
bienpensantes, aunque muchos lo leyeran con deleite en privado.
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