jueves, 17 de octubre de 2024

Más allá de lo evidente

 


En la noche del 1 al 2 de enero de 1892 Guy de Maupassant intenta suicidarse. Unos pocos días antes le escribe a su amigo Henri Cazalis, médico y escritor, una carta que tiene a todas luces un claro tono de despedida. En ella le cuenta que se siente perdido, instalado en la agonía, loco. Habla de la muerte inminente. Mariane Bury, especialista en la obra de Maupassant, califica de patéticas tales líneas. Pero sin duda el estado mental y anímico del autor tiende a ello, muestra bien a las claras todo lo lúgubre e infausto que ha llegado a sentir en su vida.

Nunca fue la alegría de la huerta, todo hay que decirlo, le domina siempre una visión funesta de la realidad, es pesimista, le vence el fatalismo. No en vano una de sus experiencias de juventud tuvo que ver con las consecuencias de la guerra. Vive en París, Francia se enfrenta en los campos de batalla con Prusia y los combates comienzan a ser sangrientos. No tendrán desde luego el grado de crueldad de la Gran Guerra, cuarenta y cuatro años después, pero se apuntan maneras. Asistir a la guerra con veinte años marca al joven Guy, es evidente, más cuando se tiene una mirada observadora y atenta, se es además sensible, se apreciará en sus muchos artículos en la prensa francesa, crónicas mordaces de la vida literaria o del mundo que le rodea, en algunas ocasiones con cierta tendencia a un canibalismo inteligente, canibalismo elevado a las bellas artes, según Andrés Barba. Sus artículos, muchos de ellos sardónicos, no ocultan en ocasiones cierta negatividad que se mostrará de un modo más claro en no pocos de sus relatos, aquellos con claros toques de terror, de angustia, de razón que a todas luces naufraga y desemboca en la sinrazón, fruto todo ello de una enorme sensibilidad.

No es el único escritor que refleja en sus textos todo ese desasosiego. En Francia están Barbey d´Aurevilly, Villiers de l´Isle-Adam o Catulle Mendés, que comparten con él esa voluntad de ir más allá de lo evidente, de confrontarse a todo el horror de la realidad. Baudelaire, por su parte, ha traducido a Edgar Allan Poe. El escritor alemán E.T.A. Hoffman, que escribe en pleno salto del siglo XVIII al XIX es también de sobras conocido en Francia. Lo fantástico y el misterio, el terror y lo lúgubre parecen más elementos propios del romanticismo, Maupassant vive no obstante en plena época de realismo y naturalismo. Su gran maestro es Gustave Flaubert. Se relaciona, entre otros, con Balzac y Zola. Recorre Paris y charla de literatura con su gran amigo Turgueniev, que le traducirá al ruso. Lo real es la materia prima de la literatura.

Además, estamos en un momento de vigencia del paradigma del progreso. La revolución industrial ha dado todo el poder económico, social y político a la burguesía, entusiasmada por un modelo de vida cada vez más lustroso, los burgueses gustan de la vida de postín en los cafés, en los teatros, en la ópera, Bretaña o Biarritz son ya los destinos preferidos para el ocio y el descanso, se idealiza de un modo ridículo la naturaleza, lo exótico impresiona a los ciudadanos, deseosos de nuevas sensaciones. Paris deviene uno de los faros del mundo. Pero esa burguesía no es la única en esperar un mundo más brillante y propicio, los revolucionarios también confían en que el mundo va camino a la prosperidad, al progreso y a la justicia social, sólo se necesita la transformación social.

¿Por qué entonces ese fatalismo de Maupassant, esa mirada de terror y de cruel fantasía?

Ni siquiera busca en la descripción de lo lóbrego la vía emancipadora de los de abajo. El suyo es la pesadilla ante una realidad que no oculta lo siniestro tras las cortinas rojas de los salones burgueses. Sus personajes, los patronos y los rentistas, los funcionarios y los lacayos que aparecen en sus relatos y novelas no dejan de sentir el desasosiego ante un mundo que nunca es lo que parece y tampoco acaban de creerse que la vida vaya a ser algún día mucho mejor, más bien al contrario.



Coincide, sin saber hasta qué punto es un factor que explica esa mirada desasosegante, la crisis de ciertos valores, como los religiosos. Se anuncia la muerte de Dios y resulta evidente que las tradiciones cristianas son a menudo meras referencias simbólicas, los oficios religiosos del domingo devienen un acto social más. Surge al mismo tiempo el espiritismo, actividad además en boga, y teosofías varias que responden más a una banalización de la teología. «Cuando se deja de creer en Dios enseguida se cree en cualquier cosa». Se atribuye a Chesterton esta afirmación

Parecen contener, en definitiva, los textos de Maupassant las pesadillas venideras, las de un siglo XX que ve destrozadas definitivamente las utopías, convertidas en tiranías a golpe de represión y frustración, posibilismo lo llamará alguno, un infierno en la tierra en vez del paraíso esperado, el progreso acaba diluido en una vana esperanza, como mínimo, de mantener el mundo conocido, o mejor dicho de conservar los privilegios alcanzados por unos pocos frente a las masas de los desposeídos.

El siglo XXI no es mucho mejor. La crueldad del mundo y de la guerra sigue latente, como si de nada hubiera servido lo ocurrido en el siglo pasado. Los cuentos de Maupassant nos vuelven a perturbar, nos recuerdan el vacío latente y cotidiano.

Guy de Maupassant morirá año y medio después de su intento de suicidio. Desde entonces está internado en la casa de salud del doctor Blanche. Qué simbólico el apellido del doctor, como si se refiriera a la luz blanquecina y malsana del mundo, la que hay en los hospitales y las residencias sanitarias. Sigue sintiendo el escritor que la razón se le escapa, que se resquebraja su estado de ánimo y la conciencia es fuente de pesadumbre y dolor.

Sería bonito pensar que tal vez se acordase entonces de aquel inglés algo enclenque al que salvó de morir ahogado en las aguas normandas y que resultó ser el poeta decadente Allgernon Swinburne, uno de esos autores que en público tanto escandalizó a los bienpensantes, aunque muchos lo leyeran con deleite en privado.

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