El final de la segunda
guerra mundial trajo consigo la evidencia del horror del nazismo, la
constatación de que esos campos de concentración se constituyeron como centros
del genocidio sistemático de un Estado totalitario y supremacista, construidos,
además, en pleno corazón de Europa, que se erigía ya ante el mundo como faro de
la civilización y la cultura.
Contamos con imágenes de
tales campos de la muerte en muchísimas fotos, algunas reflejan montones de
cadáveres abandonados en los campos, pero otras nos muestran también la actitud
de todas esas víctimas sobrevivientes que contemplan en silencio la entrada de las
tropas liberalizadoras, posan resignadas, inactivas y apáticas, todas ellas con
esos uniformes a rayas que no ocultaban la delgadez de los cuerpos.
Las víctimas son
indistinguibles, son todas iguales entre sí, nos resulta imposible diferenciar la
etnia, la nacionalidad, la ideología, las circunstancias de cada una de ellas.
Pero la historiadora María
Sierra nos recuerda que «no todas las
víctimas iban a ser tratadas de igual manera». Tampoco recordadas de igual
modo, al menos durante mucho tiempo. Los gitanos tuvieron que esperar varios
lustros para que fueran reconocidos como víctimas de ese genocidio sistemático
y por tanto objetivo como grupo de las políticas criminales del régimen nazi.
En los años setenta del
siglo pasado surge un activismo romaní que pretende no sólo el final de la
discriminación, sino también que se dejara de tratar la persecución de los sinti, el nombre con que se designaba a
los gitanos de Centroeuropa, como una consecuencia de su condición asocial y no
por un programa de persecución planificada y arbitraria. Hubo incluso
sentencias judiciales, un decenio después de acabada la guerra, que referían
que los gitanos eran «propensos a la
delincuencia, en especial al robo y al fraude. En muchos casos carecen de
impulsos morales para respetar la propiedad ajena porque, como hombres
primitivos, tienen un instinto de apropiación descontrolado» (sentencia del
Tribunal Federal de Justicia, 1956, mencionada por María Sierra), como si lo
sufrido por los gitanos respondiera a otras causas, a esa mala fama que los
acompaña siempre, ese tópico que supone su tarjeta de presentación, incluso
hoy.
Surgen testimonios que
dejan claro que las comunidades romaníes de Alemania y de los países ocupados
fueron también víctimas de aquella política criminal, de igual modo que los
judíos, los minusválidos, los disidentes políticos o cualquier colectivo o
persona que no se adaptaran a los cánones del régimen. Entre estos testimonios,
el de Philomena Franz, Entre el amor y el
odio. Una vida gitana, publicado en Alemania en 1985 y que en España lo
publicó 2021 la editorial Xordica.
La autora nos distingue
en su testimonio dos momentos: el de los años previos al nazismo y el inicio de
su acceso al poder, cuando Philomena Franz era una joven que empezaba a
asomarse a la vida, y el del genocidio, cuando ella mismo es internada en
campos de concentración, entre ellos el zigeunerlarger
de Auschwitz, el lugar destinado en este campo de concentración a los romanís.
Cuenta en la primera
parte la vida cotidiana de una familia sinti, la tradición y la incorporación
al medio, a una sociedad que tiene recelos hacia ellos, pero también admiración
por su cultura propia, mientras que asistimos en la segunda parte a una
cotidianidad siniestra, la de esos campos donde «se asesinaba a personas en masa, con un procedimiento sistemático y
casi industrial». A renglón seguido,
ella misma se pregunta: «¡¿Cómo es
posible algo así en este país rico en cultura, historia y sentimiento?!».
Edurne Portela nos responde, en su novela Maddi
y las fronteras, con una recomendación: «no intentes entender sus motivos». Pero qué duda cabe que
necesitamos entender, nunca justificar, aunque lo que importe sean las consecuencias
o haya, como ocurre en el caso de Philomena Franz, un intento de pasar página,
incluso de perdonar, aunque eso no signifique olvido, como lo demuestra el
propio libro o las muchas charlas que dio en escuelas y otros lugares.
Porque su testimonio nos
sigue interpelando hoy, cuando persiste el racismo, cuando hay quien pretende
cuestionar el horror, cuando surgen partidos y organizaciones que exaltan el
autoritarismo o intentan reducir la memoria de sus efectos, cuando se aplican
políticas de exclusión. También cuando hablan algunos de un jardín europeo que
se muestra inocente y ajeno a la brutalidad del mundo, como si esta no tuviera
nada que ver consigo.
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