domingo, 11 de junio de 2023

Philomena Franz. Una vida gitana

 


El final de la segunda guerra mundial trajo consigo la evidencia del horror del nazismo, la constatación de que esos campos de concentración se constituyeron como centros del genocidio sistemático de un Estado totalitario y supremacista, construidos, además, en pleno corazón de Europa, que se erigía ya ante el mundo como faro de la civilización y la cultura.

Contamos con imágenes de tales campos de la muerte en muchísimas fotos, algunas reflejan montones de cadáveres abandonados en los campos, pero otras nos muestran también la actitud de todas esas víctimas sobrevivientes que contemplan en silencio la entrada de las tropas liberalizadoras, posan resignadas, inactivas y apáticas, todas ellas con esos uniformes a rayas que no ocultaban la delgadez de los cuerpos.

Las víctimas son indistinguibles, son todas iguales entre sí, nos resulta imposible diferenciar la etnia, la nacionalidad, la ideología, las circunstancias de cada una de ellas.

Pero la historiadora María Sierra nos recuerda que «no todas las víctimas iban a ser tratadas de igual manera». Tampoco recordadas de igual modo, al menos durante mucho tiempo. Los gitanos tuvieron que esperar varios lustros para que fueran reconocidos como víctimas de ese genocidio sistemático y por tanto objetivo como grupo de las políticas criminales del régimen nazi.

En los años setenta del siglo pasado surge un activismo romaní que pretende no sólo el final de la discriminación, sino también que se dejara de tratar la persecución de los sinti, el nombre con que se designaba a los gitanos de Centroeuropa, como una consecuencia de su condición asocial y no por un programa de persecución planificada y arbitraria. Hubo incluso sentencias judiciales, un decenio después de acabada la guerra, que referían que los gitanos eran «propensos a la delincuencia, en especial al robo y al fraude. En muchos casos carecen de impulsos morales para respetar la propiedad ajena porque, como hombres primitivos, tienen un instinto de apropiación descontrolado» (sentencia del Tribunal Federal de Justicia, 1956, mencionada por María Sierra), como si lo sufrido por los gitanos respondiera a otras causas, a esa mala fama que los acompaña siempre, ese tópico que supone su tarjeta de presentación, incluso hoy.

Surgen testimonios que dejan claro que las comunidades romaníes de Alemania y de los países ocupados fueron también víctimas de aquella política criminal, de igual modo que los judíos, los minusválidos, los disidentes políticos o cualquier colectivo o persona que no se adaptaran a los cánones del régimen. Entre estos testimonios, el de Philomena Franz, Entre el amor y el odio. Una vida gitana, publicado en Alemania en 1985 y que en España lo publicó 2021 la editorial Xordica.



La autora nos distingue en su testimonio dos momentos: el de los años previos al nazismo y el inicio de su acceso al poder, cuando Philomena Franz era una joven que empezaba a asomarse a la vida, y el del genocidio, cuando ella mismo es internada en campos de concentración, entre ellos el zigeunerlarger de Auschwitz, el lugar destinado en este campo de concentración a los romanís.

Cuenta en la primera parte la vida cotidiana de una familia sinti, la tradición y la incorporación al medio, a una sociedad que tiene recelos hacia ellos, pero también admiración por su cultura propia, mientras que asistimos en la segunda parte a una cotidianidad siniestra, la de esos campos donde «se asesinaba a personas en masa, con un procedimiento sistemático y casi industrial».  A renglón seguido, ella misma se pregunta: «¡¿Cómo es posible algo así en este país rico en cultura, historia y sentimiento?!». Edurne Portela nos responde, en su novela Maddi y las fronteras, con una recomendación: «no intentes entender sus motivos». Pero qué duda cabe que necesitamos entender, nunca justificar, aunque lo que importe sean las consecuencias o haya, como ocurre en el caso de Philomena Franz, un intento de pasar página, incluso de perdonar, aunque eso no signifique olvido, como lo demuestra el propio libro o las muchas charlas que dio en escuelas y otros lugares.

Porque su testimonio nos sigue interpelando hoy, cuando persiste el racismo, cuando hay quien pretende cuestionar el horror, cuando surgen partidos y organizaciones que exaltan el autoritarismo o intentan reducir la memoria de sus efectos, cuando se aplican políticas de exclusión. También cuando hablan algunos de un jardín europeo que se muestra inocente y ajeno a la brutalidad del mundo, como si esta no tuviera nada que ver consigo.

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