miércoles, 15 de enero de 2020

cada día es más otoño


Estos días se cumple un siglo de la muerte de Benito Pérez Galdós. Fue un escritor con una influencia enorme en la sociedad de la época, en un momento en que la cultura española estaba en una etapa álgida, plena edad de plata, y el debate público reflejaba un interés enorme por los asuntos colectivos y se imponía un deseo de cambio y de reforma en todos los sectores sociales, pese a que el analfabetismo seguía siendo amplio entre las capas populares y no eran pocos los obstáculos a los que se enfrentaban los nuevos tiempos.

Galdós recoge todo ello en sus novelas, hasta el punto de reflejar en buena medida el estado general de la sociedad. La palabra que simboliza la época es sin duda progreso, progreso social, político, cultural, tecnológico al que sin duda contribuye el escritor, de hecho los escritores inciden de forma directa en la sociedad, fomentan e influyen en el debate público, se convierten en una parte fundamental de un país que quiere dejar atrás la cerrazón y el ostracismo.

La noche del 4 de enero de 1904, el día del fallecimiento del autor, cierran los teatros de Madrid. Al entierro acuden treinta mil personas, lo que denota la influencia de Pérez Galdós, no sólo entre los escritores o los políticos del momento, también en una población que le veía como una referencia, como una parte sustancial de sí misma. Es difícil entender plenamente hoy lo que significó este autor, cuando parece que se ha ensanchado ahora la brecha entre el mundo cultural y la sociedad, cuando la literatura ocupa cada vez un espacio menor en el debate colectivo, pese a que se publique mucho, surjan nuevas editoriales y librerías, y tengamos el espejismo de que hay un número enorme de personas escribiendo.

La literatura, en efecto, influye poco en la sociedad actual, menos aún en lo político. No me refiero sólo al estamento institucional, lo político no como el conjunto de los gestores públicos o la suma de las instituciones, sino entendido como lo colectivo, el conjunto de relaciones que se establecen entre las personas y los grupos sociales, cualesquiera que éstos sean. La literatura se ve hoy como un entretenimiento, un ocio más entre los muchos que se ofrecen, disminuida su influencia ante la aparición de nuevas formas de expresión.

Estos días no puedo dejar de pensar en José María Valverde, profesor de estética, traductor, interviniente también en debates políticos y sociales, pero sobre todo poeta. Murió en 1996 y su entierro fue una muestra de la influencia que aún ejercía a finales del siglo pasado una persona de letras, un «ser de palabras», como nos recuerda Rafael Argullol que le gustaba definirse. Se ofició una misa en Barcelona, en una de cuyas universidades fue profesor y la calle Madrazo, donde se hallaba la iglesia, e incluso la cercana calle Aribau se vieron afectadas por la asistencia de muchas personas que quisieron brindarle un homenaje al profesor, al poeta y a la persona comprometida.

José María Valverde comenzó a escribir en los primeros años de la posguerra. Estudió filosofía en Madrid, donde se relacionó con poetas de la época, muchos de ellos cercanos al régimen, él mismo lo estuvo, a un falangismo que poco a poco irá perdiendo el fervor de la causa y acabará incluso siendo crítico con la realidad circundante. Leopoldo Panero le animó a la escritura, al igual que Dámaso Alonso. Frecuentó el Café Gijón, del que años después escribirá Umbral como gran centro literario y artístico. Fue compañero poético y amigo de Carlos Bousoño y de Eugenio de Nora, escribe en revistas como Garcilaso, de José García Nieto o Escorial, de Dionisio Ridruejo, y pronto se dedicará a la reflexión estética.

Fue una persona de convicciones cristianas que con el tiempo se acercará a posiciones de izquierda, simpatizante y activo partidario de la teología de la liberación y del sandinismo, cuando el sandinismo poseía unas bases liberalizadoras, nada que ver con lo que es hoy. Porque lo que preocupará al Valverde pensador es la liberación de la persona, tanto en su faceta individual como colectiva, lo que entrañaba un gesto que hoy llamaríamos global. Famosa fue la anécdota que protagonizó en 1965, cuando en solidaridad con José Luis López Aranguren, Enrique Tierno Galván y Agustín García Calvo, expulsados de la universidad, dimitió de su cátedra tras apuntar en la pizarra de su aula universitaria un evidente «sin ética no hay estética». Sin duda la palabra que le define, también a su época, es sin duda emancipación.

José María Valverde fue sin duda uno de los últimos escritores con influencia social, que favorecía la reflexión y la acción. Manuel Vázquez Montalbán ejerció sin duda una proyección parecida. Hoy no parece que exista tal afinidad entre literatura y sociedad. No es que uno añore la figura del escritor comprometido, no creo que la opinión de un artista en general valga más que la de cualquier otra persona, pero sí que una obra tiene mucho que ver con la sociedad, contribuye a la reflexión de lo que somos como individuos y como colectivo. Desde luego no se puede concebir la cultura, como parece imponerse hoy, como algo pomposo o lejano, o peor aún como un mero entretenimiento de fin de semana. Sin que por ello le demos tampoco un barniz de prestigio distante y elitista.

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