La relación entre literatura y política no ha sido nunca pacífica. La tentación autoritaria, muchas veces convertida en algo real, ha generado con frecuencia la exigencia desde el poder o desde la acción política de una unanimidad que no admite ninguna brecha, que no permite muchas veces la más mínima disidencia, ni siquiera una cierta discrepancia por nimia que fuera. La política, con sus juegos de poder, más si se añaden cuestiones identidarias o procesos de conformación social, exige discursos firmes sin ningún atisbo de duda en sus conclusiones, más aún si entramos en el peligroso terreno del nosotros y ellos, al que por desgracia hemos regresado en estos tiempos confusos de enfrentamiento y terror (aunque, ¿acaso hemos salido alguna vez de esa lógica?)
El discurso político es una foto fija que se nos vuelve referencial y al que la realidad ha de adaptarse. La literatura, por el contrario, se basa en un juego de colores que requiere de múltiples tonalidades, cuando más variadas mejor. Por eso la literatura ha sabido mostrar mejor la realidad o ha permitido un acercamiento a lo real sin esa fijeza que impone el discurso político. No en vano Marx afirmaba que había aprendido más sociología en las novelas de Balzac que en los sesudos estudios académicos.
Además, hay que añadir en estos tempos tan superficiales ese reduccionismo que rebaja el nivel de exigencia en nuestra visión de la realidad. Todo se reduce a un lema facilón que nos convenza de la veracidad de nuestras posiciones, que nos permita asistir a lo real sin enfrentarnos a la complejidad. El discurso político es eso, un mero lema, y el lema se convierte en una construcción de lo real del que intentamos no alejarnos mucho, no vaya a ser, como suele decirse, que la realidad nos fastidie un buen titular. De este modo, el debate político se reduce a un constante lanzamiento de frases hechas al que nos adaptamos sin importar que esas frases lanzadas una y otra vez no signifiquen mucho, que no digan nada e incluso, con frecuencia, sean mentira, que no tengan nada que ver con la realidad y, peor aún, que se digan porque sí, para dar peso a cualquier de las posiciones en liza, por justas que puedan ser, porque al parecer nadie puede estar muy seguro de los argumentos.
En estos contextos, en circunstancias de debate intenso, la literatura puede resultar un peligro para los lanzadores de lemas fijos y absolutos. Más si el escritor escribe sin querer contentar a nadie, escribe con atención desde el subjetivismo molesto que rompe estereotipos y desdice lemas que se pretenden verdades. Pueden replicarnos que el subjetivismo tampoco es LA verdad, y no lo es. Pero dice más cosas que lo que se pretende con los grandes lemas.
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Dicho esto, aclaro que las opiniones de un escritor no son más legítimas o más ciertas que las de cualquier otro ciudadano. El que una determinada persona se dedique a escribir e incluso que lo llegue a hacer con maestría no le convierte en alguien cuyas opiniones no puedan cuestionarse. Que la poesía de Ezra Pound pueda alcanzar altos grados de belleza no justifican sus veleidades fascistas ni convierte en buena su apología del régimen del Duce en Italia. Por acudir a un caso extremo que nada tiene que ver con el caso que ha originado esta retahíla de ideas que no llega a opinión. Pero puede darnos ópticas interesantes para distinguir nuestros propios procesos. Tampoco estamos, me temo, en una etapa tan trascendental. La superficialidad domina ahora el debate público.
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Javier Pérez Andujar es un cronista de la cotidianidad en el norte del área metropolitana de Barcelona. Refleja de forma muy subjetiva lo que es la vida en los márgenes del Besós, un paisaje que sin duda molesta a los creadores de lemas de uno y otro lado del debate que se da en esa Comunidad. Habrá quien diga que esa visión no es Cataluña. No lo es en su globalidad, pero es una parte aun cuando no la quieren ver. La realidad, por lo demás, no es algo global, sino que se construye a partir de subjetividades. Por tanto, querer poner un paño que oculte lo que describe el escritor es negar lo real, sucumbir a visiones que no admiten la diferencia (que no admiten, algo tan peligroso como otro síntoma del autoritarismo posmoderno: tolerar la diferencia, que no es otra cosa que admitir que hay disidencias, sí, pero perdonándolas la vida por existir). Otro pecado del escritor: cierto sentido del humor cuando se describen ciertos hechos. El sentido del humor con frecuencia busca destacar la ridiculez de ciertos planteamientos (ojo: planteamientos, no las posiciones que se defienden). Hay que desconfiar desde luego de quienes carecen de sentido del humor, se toman tan en serio a sí mismo y a lo que defienden que no ven más que ataques voraces en quienes se burlan de ello. En todo caso, leer a Pérez Andujar ahora es un buen ejercicio para entender lo que pasa.
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