lunes, 21 de marzo de 2016

Jean-Christophe Rufin

Jean-Christophe Rufin
Rouge Brésil
Editions Gallimard, 2001


El colonialismo tuvo cosas absurdas, como el intento de que las colonias fueran un reflejo de la
metrópoli incluso cuando saltaba a la vista -o al sentido común, más bien- las diferencias absolutas entre las poblaciones de uno y otro lado, y las muy diferentes que eran las referencias respectivas, lógicas por otro lado ya que se trataban de comunidades distintas. No tenía sentido que los niños de Guinea Bissau o de Angola, por poner un ejemplo, estudiaran como propios los ríos del Portugal europeo o la lista de los reyes portugueses, incluso de aquellos anteriores a los que fueran sus primeros ancestros colonizados. Sin duda, había un motivo que no era otro que la voluntad homogenizadora de los Estados modernos, esto es, los que surgieron tras el Renacimiento y que necesitaban con urgencia una naturaleza única, a diferencia de los imperios clásicos en los que no había esa obsesión por crear un único modelo social y cultural. Un pueblo, una patria, una lengua, una religión, en consecuencia un Estado: podría ser éste el eslogan que guiaba la senda a seguir y que, por desgracia, con el paso del tiempo, causó situaciones terroríficas. 

Claro que hubo casos en los que los colonizadores sí que llegaron a levantar un modelo parecido al de la metropoli. Fue el caso, por ejemplo, de las primeras colonias británicas en América del Norte, pobladas por ingleses y que en ocasiones eran copia exacta del país colonizador. Sin duda fue esa también la voluntad de los españoles que llegaron al denominado Nuevo Mundo y que bautizaban las nuevas ciudades con los nombres de las localidades de orígen. Se trataba, en definitiva, de imponer lo mismo que en Reino Unido, España o Portugal. En este sentido resulta recomendable leer la parte del ensayo Sor Juana Inés de la Cruz o las trampas de la fe en la que Octavio Paz analiza el colonialismo español en América, lo compara al británico y saca sus conclusiones respecto a las consecuencias. 

Tal fue también la idea del vicealmirante francés Nicolas Durand de Villegagnon al partir en 1555 hacia tierras del sur de América y fundar la Francia Antártica en el territorio que hoy ocupa Rio de Janeiro, aventura a todas luces efímera de la que apenas se guarda hoy recuerdo. Esta historia la convirtió en novela el escritor francés Jean-Christophe Rufin, con la que ganó en 2001 el premio Goncourt. Rouge Brésil describe esa llegada de Villegagnon al Brasil con un grupo de hombres que reproducen en ese trozo considerado de Francia, la Francia de ultramar, el conflicto religioso tan presente tanto en Francia como en Europa durante el siglo XVI. Católicos y protestantes se enfrentarán por el dominio del territorio. Pero, al igual de lo que ocurría en Europa, ambos bloques no eran homogéneos, y así vemos como, aun cuando la fracción más puristas del bando hugonote, la más estricta y firme seguidora del modelo calvinista, parece crecer y fortalecerse, no hay una visión homogénea en el mismo, al grupo de anabaptistas que llegan en la primera expedición hay que sumar la actitud de algunos protestantes que intentan mantener la fidelidad al libre albedrío, como Quintin, que no se identifica con la situación, del mismo modo que en el bando católico, más poderosa militarmente, hay quien adopta posiciones eclécticas que también se dieron en Europa, no hay que olvidar a Erasmo de Rotterdam o en España a toda una generación -el Cardenal Cisneros, los hermanos Valdés, Luis Vives y tantos otros nombres- que estuvieron entre dos aguas, intentando entender y aprehender lo mejor, lo más lúcido, de ambos bandos, defendiendo siempre la libertad individual y la fidelidad a los principios sin imponérselos al contrario, es decir, al prójimo, por decirlo de un modo bíblico. 

En la novela de Jean-Christophe Rufin hay dos personajes, los hermanos Just y Colombe, a partir de los cuales se construye el relato y que van más allá del conflicto religioso, su presencia nos permite indagar cuál era la actitud de los colonizadores respecto a los indígenas y a aquella naturaleza,que tanto impactó a los europeos que veían por primera vez esa parte del mundo, un mundo que les costó entender y asumir. De este modo, Colombe, que durante un tiempo tuvo que fingir su condición de mujer y actuar como hombre para poder ser trasladada como trujamán al Brasil, se identifica con los hombres y mujeres de aquellos lares, se convierte en una de ellas. No fue empero el único caso de blanco que se inserta en las sociedades indígenas y que deben por ello romper con sus propios orígenes.

En cierto modo la novela alcanza una actualidad brutal si la leemos en clave de los varios conflictos que estallan al mismo tiempo y que requieren, para su superación, de mucho esfuerzo de empatía y negociación, lo que no siempre se da. El encontronazo entre los bloques se da, por tanto, con fuerza y al final parece imposible establecer un ambiente de libertad, por mucho que se hubiese planteado en algún momento. Aquella isla de Serigipe donde desembarca la expedición -y que hoy lleva el nombre de Villegagnon- deviene el símbolo de la Europa de entonces, aunque quizá también de la Europa de hoy, cuyo maltrato a los refugiados que llegan a sus fronteras nos produce a muchos verdaderas
nauseas.

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