La vida de Sambou se nos aparece plácida. Ha
nacido en Guipúzcoa, trabaja en el taller de gigantes de su pareja, Laida.
Mantienen una relación feliz. Pasean por las calles de Irún o de Hendaya,
cruzan el puente sobre el Bidasoa y a menudo contemplan la Isla de los
Faisanes, ese condominio que pertenece medio año a Francia y medio año a
España. Su vida social es intensa. Sambou juega en el equipo local de rugby, en
el que a veces le llaman Iñaki. Habla vasco con normalidad. Vemos como en una
tienda el comerciante, al atenderle, cambia la lengua, pero él responde en el
idioma que es el habitual en su zona, entre su grupo de amigos, lo habla con su
pareja y con el padre de ella. La misma normalidad con que emplea los otros
idiomas del lugar, el castellano y el francés.
.Podríamos decir que
Sambou está integrado. Cualquier cosa que sea esto de la integración.
Aunque es frecuente que
al pasar el puente sobre el Bidasoa, frontera entre dos Estados, la patrulla de
la Gendarmería francesa le pida la documentación. Asistimos a ello una noche en
que Laida y Sambou salen a pasear y pretenden ir al otro lado. Ella misma, al
ver la patrulla, bromea sobre la posibilidad de que le pidan, sólo a él, la
identificación. Así es. No existe la frontera para los vascos de las dos
partes, los del norte y los del sur. Tampoco para los españoles y los
franceses, ni para los ciudadanos de la Unión Europea. De hecho, cruzan el
Bidasoa miles de personas todos los años sin ningún problema, es la idílica
Europa, el jardín europeo, como la llamó Borrell una vez. Pero si hay controles
fronterizos, lo están para los cientos y cientos de inmigrantes, muchos de
ellos negros, que pretenden ir a Francia.
De hecho, se han
intensificado los controles de inmigración en los dos lados de la frontera,
sobre todo al norte del Bidasoa.
Una tarde, en uno de sus
paseos, ocurre algo que va a trastocarlo todo. Oyen gritos de socorro y ven a
dos personas en el río caudaloso que se están ahogando. Son dos inmigrantes
que, para evitar las patrullas policiales, cruzan a nado el Bidasoa y así acceder
a Francia. Laida no se lo piensa dos veces: se lanza al agua. Sambou se queda
en la orilla, duda, le vemos confuso, Laida le llama para que acuda al auxilio,
pero él parece inmovilizado. Todos creemos que en una situación así
reaccionaremos con valentía, que no temeremos el riesgo, que actuaremos como
héroes, con valor. Pero hay que vérselas ante el agua, ante una corriente que te
puede arrastrar.
Laida salva a Nussim. Su
acompañante desaparece. Aparecerá poco después, ahogado, en un cambio de
soberanía de la Isla de los Faisanes.
Este es el planteamiento
que nos propone Asier Urbieta en su opera prima, Fasaien Irla (La isla de los
faisanes), estrenada hace unos meses. A partir de aquí se produce un
conflicto que afecta a todos los personajes. Sobre todo asistiremos a la toma
de postura de Laida, radical, intransigente. No lo dice, pero parece
reprocharle a Sambou que no se haya lanzado a ayudar a los dos chicos, al fin y
al cabo el origen de Sambou es africano, incluso el espectador se lo plantea en
algún momento, es él quien con más motivo, nos decimos no sin cierta molestia,
puede que sin mucha convicción, intuimos tal vez lo injusto del reproche,
debería haberse lanzado en su ayuda.
Pero si algo vamos
descubriendo a lo largo de la cinta es que nadie es de una pieza. Admiramos,
sí, la actitud de Laida, el compromiso que adquiere a partir de descubrir el
problema de los cientos de inmigrantes que cruzan el río, pero nos asusta la manera
que a veces tiene de exigirle a los otros un mismo grado de valor. Nos
preguntamos la razón de la pasividad de Sambou, pero vamos comprendiendo que su
reacción es, al mismo tiempo, humana, emocional, incluso lógica (porque a menudo
la razón y la emoción no están tan desligadas).
En el fondo late una
pregunta: ¿cómo actuar ante las tragedias que ocurren a nuestro alrededor?¿Le
podemos exigir a determinados grupos mayor compromiso mientras que para el
resto cabe la pasividad?¿Hasta qué punto los problemas, trágicos en ocasiones,
afectan a todos, sin que sean más problemas de unos que de otros?
Asier Urbieta nos plantea
un buen mapa con que respondernos.
Mientras, este verano un
grupo de malienses han pernoctado en las calles de Vitoria y San Sebastián, a
la espera de continuar el mismo trayecto que los dos chicos de la película.
Recibieron el apoyo de algunos ciudadanos y al final la administración se ha
visto en la coyuntura de darles cierta cobertura ante su precariedad vital. En
su caso, además, se junta el hecho de que parten de un país en conflicto. Al
mismo tiempo, en Bilbao ha saltado la polémica de los vendedores ambulantes
africanos, la mayoría senegaleses, que venden en la calle productos diversos,
el top-manta, en competencia, dicen,
de los comerciantes regulares. La administración municipal ha justificado
ciertas actuaciones de control previas a la Aste
Nagusia, la gran fiesta de la capital vizcaína. Se argumenta que la
permisibilidad no ayuda a que salgan de la precariedad y se mencionan mafias
que retienen a los vendedores en tal estado. Aunque pocas opciones les quedan
cuando se vive en la irregularidad legal, sin papeles y sin muchas
alternativas.
El debate está en la
calle, en las redes sociales, en un momento en el que por desgracia no parece
dar vergüenza ser abiertamente racista y retrógrado, y las posiciones son implacables,
contumaces y a menudo sesgadas. Por eso es interesante el tono de esta
película, que no es equidistante en absoluto, hay una toma de posición clara,
pero no cae en una narrativa simplista o parcial. No parte de una visión fácil de
las cosas, no hay moralina. Consigue además que como espectadores, nos confrontemos
con nuestras propias contradicciones, a menudo con un reduccionismo que
desvirtúa nuestra mirada.